martes, 13 de septiembre de 2011


La alegría con la que me mira, la manera en que sus besos me hacen sentir. Todo lo que es ella, mi dulce y tierno ángel que me saca del infierno y me trae a la vida. La única persona que me miraba sin juzgarme, que me amaba y me sentía.
Hay esta ella, sobre la almohada, durmiendo y solo la observo, sobre la esquina, eso es lo extraño, solo la observo y no dejo de balancearme sobre mi cuerpo. Como se infla su pecho, como su espalda se tensa y relaja al mismo tiempo, como su piel blanca cede al frio del viento.
Sus ojos, su boca, sus mejillas, descansando.
Y yo… con esta jodida carga que no me deja avanzar. Con esta jodida arma que no la deja en paz. Mi conciencia, mi mente, me dictan tantas ideas, no las quiero seguir, las debo seguir, ese monstruo es más fuerte que yo.
No lo entiendo, no lo logro entender, como e llegado hasta este punto. Mi cabeza da tantas vueltas y no puedo detenerla, mis manos tiemblan, no se mueven, apuntan a su frente.
Pero sus manos… descansan tan delicadamente debajo de su rostro, y su cintura, se marca tan sutilmente sobre las sabanas blancas.
Tan inocente, tan susceptible. Su cuerpo, tan frágil, su alma descansa. No podría hacerlo.
Mis dedos presionan tan lento, el gatillo se desliza hacia dentro. No podría hacerlo.
No me puedo arrepentir.

Esta ella, acurrucada en mi almohada, con una sonrisa exhalada, entre las sabanas rojas, enredada en mi cama.

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